Un día en el mundo




Llega el verano. Entre un sol justiciero que acecha con fiereza, derrite los pensamientos y adormece nuestro instinto, se abre paso una suave brisa que entre sus entrañas recupera revela sueños y deseos con gran paciencia pero, al mismo tiempo, con una perfección absoluta. Tumbado, con la música sonando sin pausa en mi ya desfasado teléfono móvil y sumido en un mínimo pero imprescindible momento de desconexión, las imágenes sobrevuelan mi mente de un costado a otro. 


No tardo en dibujar mi primera sonrisa. La gente de los alrededores contempla mi cambio de expresión con una mezcla de envidia y curiosidad, mientras yo únicamente puedo delinear la imagen de Juanlu devorando el césped de Fir Park tras el triunfo en tierras escocesas, en el que sería el primer desplazamiento europeo del Levante UD en su humilde y centenaria historia. Lo hago con un trazo fino, paso a paso, con el pulso firme y una intensidad formidable. Un estilo que el equipo no solamente ha cultivado en el instinto y la identidad de sus jugadores y aficionados, sino que además ha acentuado en cada uno de sus partidos.



El comienzo liguero fue algo dubitativo, pero ya presentó nuevas muestras de ilusión y épica. Una vez más, vuelvo a sonreír. Observo con una claridad y precisión meridianas cómo Míchel Herrero, a falta de apenas unos segundos para la finalización del encuentro, progresa por banda izquierda. Supera el marcaje de Javi López y golpea el esférico. Parecía imposible, pero el destino así lo había escrito. Raúl Rodríguez desvía la trayectoria del envío y la pelota acaricia con suavidad y ternura las mallas de la portería de un hundido Cristian Álvarez. La remontada se había culminado y las lágrimas de Juanfran, sollozando de rodillas en el centro del campo, eran la mejor expresión del sentimiento común. Ese mismo día, un jovencito valor de la cantera se vistió de corto por primera vez y debutó con el primer equipo con el ‘29’ a la espalda. Rubén mostró descaro, una gran habilidad y unas ganas increíbles de crecer, mejorar y comerse el mundo. 


Apenas semana y media más tarde, aterrizó Obafemi Martins en Valencia. Era el fichaje estrella, la auténtica bomba que necesitaba un ataque descafeinado en el que Gekas y Ángel parecían encontrarse desubicados. Con esos aires de grandeza y con ganas de recuperar los galones de estrella que año tras año se habían ido disipando desde su impactante aparición en el Inter de Milán hace ya casi una década, Martins se estrenó a lo grande. Salió durante la segunda mitad del enfrentamiento ante la Real Sociedad en el Ciutat de València, anotó el tanto del triunfo (le anularon dos más), se marcó un par de espectaculares volteretas y encandiló por completo a la hinchada azulgrana.



Unos niños sonrientes pasan por mi lado. Están felices, de vacaciones y con una indescriptible sensación de libertad que les inunda sin ellos querer evitarlo. Llevan un balón de fútbol en sus manos y, uno de ellos, la zamarra granota enfundada con el número 7 y su nombre, Arturo. Susurran y comentan como si simplemente con mirarme a los ojos  desgranasen el mundo que en estos momentos me ocupa. Parecen entender mis sensaciones, tal vez delatadas con mis gestos. Arturo no tiene ninguna duda y con su guiño corresponde a las mil maravillas a mi pensamiento. Emula un largo saque de puerta con el desgastado balón, exactamente igual al de Munúa esa mañana de octubre en Orriols ante el Valencia, y por ahí aparece su amigo rememorando la imponente carrera de Martins y el imparable latigazo ante el que nada pudo hacer Vicente Guaita. Fue un día inolvidable.



Pasa el tiempo y el reloj ya marca las siete de la tarde. Empieza a caer el sol y el mar se enerva ligeramente. Empiezo a imaginar lugares pictóricos e inolvidables. Suecia, Alemania y Holanda recibieron con los brazos abiertos a un joven Levante que acudía como novato y con el miedo de pagar demasiado caro el peaje de la bisoñez. No fue así. El equipo terminó como segundo de grupo (permitiéndose el lujo de golear, incluso, al hace dos temporadas campeón holandés) y se clasificó para los dieciseisavos de final ante el asombro de alguno de los gallos del viejo continente. Esperaba, recién eliminado de la UEFA Champions League, el Olympiacos de un Míchel González asentado esa misma semana en tierras helénicas. El Levante sacó a relucir su rodillo más perfecto, su estilo llevado a la máxima expresión y pasó por encima del conjunto ateniense en ambos envites entre miles de bufandas que latían con más fuerza que nunca.  


Parece que la oscuridad se resiste a asentarse de manera definitiva como cada día. Los últimos rayos de sol se mantienen firmes y erguidos mientras yo sigo empapándome en recuerdos sumido en una especie de calma tensa. El equipo se había mostrado, por entonces, contundente y fiable en el campeonato doméstico, fiel a sus directrices desde la llegada de Juan Ignacio al banquillo. Sin embargo, la marcha del rebelde Martins rumbo a Seattle apenas un par de días antes del choque de vuelta de los octavos de final de la Europa League supuso el primer golpe traumático para un grupo que, además, sufrió la eliminación ante el Rubin Kazán de una manera más que dolorosa.



Abro los ojos asustado y veo que la noche se cierne definitivamente sobre mí. Todo está oscuro y el susurro del viento describe un lento escalofrío de un extremo a otro de mi cuerpo. La gente ha desaparecido y apenas un par de jóvenes parejas deciden invertir su tiempo en un plácido paseo por la orilla de un mar cada vez más revuelto y enrabietado. Mientras deciden desatar su pasión, el cielo clama con furia y les avisa de que ha llegado el momento de volver a casa. Empiezo a sentirme extraño e incapaz de enfrentarme a la tormenta que con sigilo empieza a envolverme. Aparece fugazmente la imagen de Barkero en el vestuario, enfadado e indignado con algunos de sus compañeros y comienzo a advertir cómo el castillo de naipes sobre el que se construyó el proyecto más bonito y sincero de la historia del Levante empieza a tambalearse y a querer venirse abajo.



Los relámpagos y truenos preceden a un manto de agua que me baña de la cabeza a los pies. El levantinista de corazón, forjado en la humildad, soñador como pocos y orgulloso como nadie, jamás hubiera sido capaz de imaginar cómo un año tejido con los mimbres de la ilusión, la unión y el esfuerzo común pudiera sufrir tan estrambótico revés en sus días finales. El genial dramaturgo inglés William Shakespeare lo expresó de la mejor de las maneras: “Hay puñales en las sonrisas de los hombres. Cuanto más cercanos son, más sangrientos”. Quizá sea cierto lo ocurrido, quizá no. Pero lo único verídico por ahora es que, hasta que no exista una clara evidencia de ello, solamente una sonrisa se clava repetidas veces sobre el corazón de los aficionados como un puñal afilado y premeditado. No hace falta dar nombres y apellidos.


Acudo raudo a los brazos del sueño. Me acurruco en ellos y me dejo llevar por esa sensación de paz y tranquilidad que permite borrar de un plumazo la congoja de mi rostro. Empiezo a imaginar sin límite. Siento apego de quiénes se han marchado por la puerta de atrás dejando innumerables sentimientos bordados con fuego en el alma de mucha gente, pero también soy capaz de captar nuevas escenas tan preciosas como mágicas. Momentos de unión, de entusiasmo, de compromiso y de felicidad. Despierto de nuevo y el sol vuelve a deslumbrarme con su aciago aliento. Me levanto y, como dirían Los Planetas, siento que hoy ha sido un buen día. Hasta el año que viene…




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